Un sofá inflable de plástico transparente incómodo como el carajo.
Un techo de estrellas fluorescentes de pegatina organizadas en constelaciones arbitrarias.
El placer de arrancar el plástico de los cds nuevos con los dientes.
La emoción de los cds nuevos apretada entre los dientes.
El cable del teléfono enredado en su índice izquierdo y el teléfono pegachento de sticks-on geométricos y fosforescentes.
Cada arte de los casetes grabados de la radio hecho al detalle de coros y letras reteñidas.
El par de calculadoras del tío panzón dónde ponchar números gigantes ya en trance de ser palabras.
Las manzanas del Perú dónde delirar el azar de futuros posibles.
La niña alerta.
La niña comprendiendo a fuerzas el temblor de su mandíbula que le dice zozobra.
Los sermones de la abuela firme apenas alcahueta.
La ausencia y qué de la madre días de oficina.
La intelectualidad vacía de un padre de tres libros y religiosidades cojas.
El ancho, tramposo, de la geografía de provincia y el tzzz tzzz tzzz ordenado e impasible de aquella ciudad al sur prendida de un ejido de lomas andinas.
Un día, adentro ya el diciembre que termina el siglo, la caja Sonolux aterriza en la mesa a la altura de los ojos de la niña. La encuadra, la pesa; como que la revisa con sus dedos llenos de esmalte de escarcha. Se la mete al cerebro y le pronuncia despacio todas las palabras que la caja se esfuerza en ofrecerle de protagonistas: «Cien canciones nominadas a la canción colombiana del siglo».
La niña echa la cabeza para atrás, abre la boca y ronca una de las sílabas de su abecedario que dice Hártame un poquito más.
Agarra y se va con la caja, le saca los cds, le troza el plástico de envoltura a cada uno de los cinco discos y se embute en la boca un ring-pop de diamante rojo.
Vals, criolla, joropo, bambuco, pasillo, bolero, vallenato, son paisa, porro, salsa, tropical, merecumbé, currulao, cumbia cumbia cumbia ¡ahg!
Le da play al discman porque igual quién dijo ruido.
Bajo grueso eléctrico y pegante.
Melodía viaje en guitarra alegre.
La voz: potente y ferozmente singular.
Un orden de palabras; esas palabras: ¿cortejo, reproche, golpe previo a la ironía?
Bum, qué importa: cae encima de la niña la descarga de la estridencia y la energía a gritos de un coro que no estaba en su ecuación.
Florecita rockera / tú te lo buscaste
por despertar mi pasión
Encendiste mi hoguera / no tienes perdón
te pondré en una matera
La niña, sobresaltada, vuelve sobre la caja del cd y la coteja y la revisa y se estruja su cerebro de nueve años con la línea que identifica el corte que escucha: 16. florecita roquera (rock en español).
Los ladrillos del laberinto protector de pantalla del Windows 98 como que se desmoronan.
La consola gris de Super Nintendo y el control de flechas y cuatro botones de colores como que empalidecen.
A la muñeca Rubí la borra; a Marimar de trapo la desvanece; a los malditos Dumis les corta la cabeza.
El amparo mental de la niña alerta.
La niña alerta arriba entre píxeles.
Plantada, para siempre, su soberanía.